PRIMERA PARTE
Día 1. La Devastación
Introducción
Los días 4 y 5 de noviembre nos desplazamos a Valencia un grupo de tres militantes del PCE-A Aragón desde Zaragoza organizados a través del Partit Comunista del País Valencià (PCPV). Cuando ya teníamos pensado ir nos avisaron que necesitaban un arquitecto para revisar la seguridad estructural de la sede de Paiporta. De los tres camaradas uno es bombero, Pablo, y el otro arquitecto, Jorge, además de yo mismo, por lo que enseguida les comunicamos que nos encargábamos nosotros. Nuestra tarea pues sería limpiar y revisar la sede, asegurarnos de que no había riesgos de derrumbes o desprendimientos y comenzar a habilitarla para que esta fuera un puesto avanzado de organización para los voluntarios y de entrega de ayuda: comida, agua, epis, pañales, compresas, medicamentos y ayuda por el estilo en uno de los epicentros del desastre. A continuación describiré con la máxima precisión posible los dos días de frenética actividad.
Día 1. La Devastación
Entre autobuses que se dirigen hacia los polígonos industriales para el primer turno salimos de Zaragoza. En Daroca recogimos a Pablo que salía de su guardia. Por el camino, nerviosos por lo que nos íbamos a encontrar, comentamos lo que todo el mundo piensa ahora mismo: qué caos y qué desastre, qué inoperancia del eEstado y qué se puede hacer. Y sobre las 10 llegamos a la recientemente estrenada sede del PCPV en el barrio de Benimaclet de la ciudad de Valencia.
Nos saludamos y nos invitaron a un café. Entramos a la sede, que estaba repleta de todos los materiales que os podéis imaginar y que estaban relativamente ordenados. Pasamos junto a una mesa plegable en la que dos camaradas, con sus respectivos portátiles y junto a una pizarra, estaban organizando las brigadas de voluntarios y las llegadas de materiales desde otros puntos de España, principalmente desde las decenas de sedes que el PCE tiene en el conjunto del territorio. A su alrededor, había un movimiento generalizado de gente de un lado para otro y llamadas de teléfono constantes.
Después del café y los saludos a camaradas y conocidos, comenzamos a concretar quienes íbamos a ir, el lugar de la sede, el acceso y ruta y el objetivo del día. La sede de la Agrupación “Pasionaria” de la localidad de Paiporta es un edificio que se localiza junto a una pasarela peatonal que ya no está -y que todos vimos en uno de los videos virales- y junto al lamentablemente famoso barranco del Poyo.
Al poco rato nos ponemos en marcha y cargamos en los coches palas, rastrillos y azadas; agua y algo de comida. Vamos 7 al final: me acompañan camaradas como Olga -con la que estaríamos los dos días-, Pere, Osama, Pablo, Jorge y el malagueño -un tipo curioso que fuma constantemente enormes cigarrillos de liar y que se ha ido de Málaga a Valencia en la furgoneta solo con la perra, un pico y un petate con trozos de cuerda-. Una vez en marcha mientras preparamos los walkies -uno para cada coche- y uno de los coches reposta en una gasolinera próxima, nos llaman de la sede: que esperemos porque va a venir con nosotros un periodista, Luís un chico muy majo aunque un tanto despistado, que escribe para El País. Tenemos que llevarlo a Paiporta y quedar con él para llevarlo de vuelta a Valencia antes de que se haga de noche.
En el trayecto, comentamos con Olga, que vive al lado de la sede de Benimaclet, la normalidad aparente que reinaba en la ciudad de Valencia, quitando alguna retención y presencia de Policía Local en los principales nudos de comunicación. Llamaba la atención frente a la tensión y el nerviosismo de la sede del PCPV, de la que acabamos de salir, mientras observamos el típico ambiente de una ciudad grande de un lunes por la mañana: gente dirigiéndose al trabajo o comprando, furgonetas de reparto en doble fila, autobuses llenos, niños yendo al cole de la mano de sus padres…. No hay ni un gramo de barro en las calles, ni una hoja de palmera caída, ni una bolsa de basura fuera del contenedor. La normalidad solo se empieza a quebrar cuando se comienzan a ver voluntarios con sus capazos y escobones a la espalda, algún vehículo de emergencia y cada vez más retenciones.
Cruzamos el nuevo cauce del río Turia y empezamos a concebir la magnitud del desastre. Carreteras cortadas, voluntarios andando por los arcenes, las vallas de las huertas empantanadas de cañas y plásticos y cosas grandes en lugares inverosímiles -un coche volcado en mitad de un campo, un contenedor subido encima de un camión, farolas dobladas como si fueran de papel colgadas de otras farolas etc-. Nuestro plan es acceder a través de una carretera, un camino asfaltado para ser más precisos, que transcurre por un campo de naranjos, y del que, cuando llegamos a la entrada, están saliendo decenas de coches cambiando de sentido. Baja la ventanilla una conductora y nos dice que está la Guardia Civil no dejando pasar porque hay un paso a nivel inundado y que tiene que pasar una ambulancia. Nos paramos en el arcén y hablamos brevemente qué hacer con Pere, el segundo conductor, el otro coche lo conduzco yo, y cabeza de la expedición. Mientras lo hablamos se despeja la carretera y decidimos echarle jeta diciendo que vamos con un periodista de El País y un arquitecto a revisar un edificio. A los cien metros comenzamos a escuchar persistentemente la sirena de la ambulancia y a los doscientos hay una intersección en la que hay un colapso interesante. Continuamos avanzando y cada vez hay más barro y más barro y coches reventados, pero reventados de verdad, por todos lados.
No hay Guardia Civil, nos encontramos con una fila de unos diez coches y el primero parece que duda en pasar el paso a nivel inundado. Se anima y detrás vamos todos. El coche del camarada es un Sandero, aunque un coche barato es alto y pasa sin problemas; el resto vamos en mi Seat León que es bastante más bajo y casi se cala en mitad del charco, que llega a cubrir casi la rueda.
Si una vez pasado el cauce nuevo del Turia se comienza a ser consciente de la catástrofe, una vez pasado el paso a nivel nos damos de bruces con una devastación difícil de describir. Entramos en un polígono industrial y en seguida dejamos el coche viendo que a partir de ahí es difícil avanzar motorizados. La decisión es nuestra, no hay autoridad, ni cartel, ni señal que lo indique.
Nos calzamos las botas de agua, que previsiblemente buscamos el día anterior por Zaragoza y que nos habían prestado – que son un bien muy preciado en esas circunstancias. Con las palas, azadas y rastrillos al hombro y mochilas a la espalda; casco de obra con pegatinas de las huelgas generales colgando de las mochilas, gafas de protección en la frente y mascarilla puesta continuamos a pie. Dejamos de escuchar la ambulancia.
El sur de Valencia es una zona obrera e industrial. Lo que ellos llaman pueblos, localidades de más de 20000 habitantes, se agrupan uno tras otro entre casas de campo, carreteras, vías del tren, campos y polígonos industriales. Zonas de crecimiento del desarrollismo franquista. La estructura urbana, los edificios y su arquitectura, bares de barrio y kebabs, la ropa tendida en fachadas de ladrillo cara vista, coches viejos o baratos -herramientas para ir a trabajar-, las furgonetas Partner de talleres; hasta la gente y sus formas y su ropa, su acento. Estábamos en Paiporta pero podríamos haber estado en Torrero, en Usera o en Cornellá. Estábamos en la periferia obrera generada en los polos de desarrollo de los años 60 y 70 y donde a día de hoy se sigue concentrando la gran mayoría de la clase trabajadora de nuestro país.
En 45 minutos andando seguimos observando la devastación. En el polígono nos encontramos por primera vez con el escenario con el que tendríamos que lidiar a partir de ese momento. A pie de calle barro por todos lados, de diferentes densidades y plasticidades; y charcos de agua marrón. Puertas metálicas de las naves dobladas por el agua que dejaban ver maquinaria inservible y trabajadores limpiando y ordenando vestidos con ropa de trabajo llena de barro. Camiones de ejército atravesando las calles del polígono, bulldozers de todo tipo y tamaño moviendo escombros, lodo, broza, muebles, partes metálicas para despejar las vías de comunicación.
Pasado el polígono, anexo a la localidad, llegamos al centro. Justo antes de llegar el malagueño se había puesto a cantar probablemente por nervios ante la magnitud y gravedad de la situación y Pere le llamó la atención. Veo a dos mujeres abrazándose y llorando.
Andamos por las calles mirando con miedo el nivel que había dejado la riada; en algunas zonas llegan a los dos metros sobre el nivel del suelo. Todo lo que había de esos dos metros hacia abajo ha quedado completamente destruido. Muebles, electrodomésticos, ropa, libros, y ordenadores -me llamó la atención una orla universitaria de la facultad de Veterinaria, que evite pisar no se muy bien porque- tirados por todos lados. En las calles entre el lodo, vecinos y voluntarios limpiando como se puede, abriendo alcantarillas, moviendo con palas y escobones toneladas y toneladas de barro hacia el barranco o hacia las alcantarillas -alcantarillas que están colapsadas y que en la mayoría de calles se han abierto los registros, las tapas metálicas redondas, del centro de la calzada-. La escena del casino define la situación de los locales: sólo resistió el ladrillo y el hormigón; las ventanas, las carpinterías y puertas no están. Todo el local -bastante grande- situado en la planta calle está lleno de unos dos metros de cañas hasta el fondo. Toneladas de cañas enmarañadas entre sí. El lunes 4 de noviembre, una semana después de la riada, nos encontramos calles que aún estaban inaccesibles para cualquier vehículo.
Osman, tiene problemas en la rodilla porque hace poco que le han operado, se quedan atrás junto con Luis, aunque este por despiste o curiosidad periodística. El malagueño va de atrás a adelante, intentando dar consejos a la gente. Unificamos el grupo y seguimos avanzando.
La imagen del barranco es impactante. En el centro de la localidad un surco que parece hecho por una excavadora gigante que ha arrancado de cuajo todo excepto un árbol grande que aguanta estoico sobre una base de raíces lavadas por la riada, cañas y basura. No identifique el árbol, aunque hice un cursillo municipal de jardinería. El clima, y por lo tanto las plantas que crecen allí son muy diferentes de las del valle del Ebro. El barranco permite ampliar el campo de visión, permite ver que la destrucción llega hasta donde alcanza la vista.
El acceso es difícil, una calle muy estrecha -1 metro- entre coches y la fachada; con vecinos y voluntarios acarreando capazos y carretillos de lodo porque al estar colapsada la calle no han podido acceder al alcantarillado. A escasos 25 metros una torre de luz de ladrillo -unos 4 o 5 metros de alto- está siendo derribada por una retroexcavadora del ejército de tierra hacia el barranco para aprovechar la instalación previa y poner un equipo electrógeno.
Tras 45 minutos andando por fin llegamos a la sede.
Victor Benedico – Secretario Político PCE Aragón